Fernando Pessoa
Tabaquería
 

No soy nada.

Nunca seré nada.

No puedo querer ser nada.

Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.

 

Ventanas de mi cuarto,

de mi cuarto de uno de los millones de gente que nadie

    sabe quién es

(y si supiesen quién es, ¿qué sabrían?),

dais al misterio de una calle constantemente cruzada

    por la gente,

a una calle inaccesible a todos los pensamientos,

real, imposiblemente real, evidente, desconocidamente

    evidente,

con el misterio de las cosas por lo bajo de las piedras y

    los seres,

con la muerte poniendo humedad en las paredes y

    cabellos blancos en los hombres,

con el Destino conduciendo el carro de todo por la

    carretera de nada.

 

Hoy estoy vencido, como si supiera la verdad.

Hoy estoy lúcido, como si estuviese a punto de morirme

y no tuviese otra fraternidad con las cosas

que una despedida, volviéndose esta casa y este lado de

    la calle

la fila de vagones de un tren, y una partida pintada

desde dentro de mi cabeza,

y una sacudida de mis nervios y un crujir de huesos a

    la ida.

 

Hoy me siento perplejo, como quien ha pensado y

    opinado y olvidado.

Hoy estoy dividido entre la lealtad que le debo

a la tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real

    por fuera,

y a la sensación de que todo es sueño, como cosa real

    por dentro.

 

He fracasado en todo.

Como no me hice ningún propósito, quizá todo no

    fuese nada.

El aprendizaje que me impartieron,

me apeé por la ventana de las traseras de la casa.

Me fui al campo con grandes proyectos.

Pero sólo encontré allí hierbas y árboles,

y cuando había gente era igual que la otra.

Me aparto de la ventana, me siento en una silla.

    ¿En qué voy a pensar?

¿Qué sé yo del que seré, yo que no sé lo que soy?

¿Ser lo que pienso? Pero ¡pienso ser tantas cosas!

¡Y hay tantos que piensan ser lo mismo que no puede

    haber tantos!

¿Un genio? En este momento

cien mil cerebros se juzgan en sueños genios como yo,

y la historia no distinguirá, ¿quién sabe?, ni a uno,

ni habrá sino estiércol de tantas conquistas futuras.

No, no creo en mí.

¡En todos los manicomios hay locos perdidos con tantas

    convicciones!

Yo, que no tengo ninguna convicción, ¿soy más

    convincente o menos convincente?

 

No, ni en mí...

¿En cuántas buhardillas y no buhardillas del mundo

no hay en estos momentos genios-para-sí-mismos

    soñando?

¿Cuántas aspiraciones altas y nobles y lúcidas

-sí, verdaderamente altas y nobles y lúcidas-,

y quién sabe si realizables, no verán nunca la luz del sol

    verdadero ni encontrarán quien les preste oídos?

El mundo es para quien nace para conquistarlo, aunque

    tenga razón.

He soñado más que lo que hizo Napoleón.

He estrechado contra el pecho hipotético más

    humanidades que Cristo,

he pensado en secreto filosofías que ningún Kant

    ha escrito.

Pero soy, y quizá lo sea siempre, el de la buhardilla,

aunque no viva en ella;

seré siempre el que no ha nacido para eso;

seré siempre el que tenía condiciones;

seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta al

    pie de una pared sin puerta

y cantó la canción del Infinito en un gallinero,

y oyó la voz de Dios en un pozo tapado.

¿Creer en mí? No, ni en nada.

Derrámame la naturaleza sobre mi cabeza ardiente

su sol, su lluvia, el viento que tropieza en mi cabello,

y lo demás que venga si viene, o tiene que venir, o

    que no venga.

Esclavos cardíacos de las estrellas,

conquistamos el mundo entero antes de levantarnos

    de la cama;

pero nos despertamos y es opaco,

nos levantamos y es ajeno,

salimos de casa y es la tierra entera,

y el sistema solar y la Vía Láctea y lo Indefinido.

 

(¡Come chocolatinas, pequeña,

come chocolatinas!

Mira que no hay más metafísica en el mundo que las

    chocolatinas, mira que todas las religiones no

    enseñan más que la confitería.

¡Come, pequeña sucia, come!

¡Ojalá comiese yo chocolatinas con la misma verdad

    con que comes!

Pero yo pienso, y al quitarles la platilla, que es de papel

    de estaño,

lo tiro todo al suelo, lo mismo que he tirado la vida.)

 

Pero por lo menos queda de la amargura de lo que

    nunca seré

la caligrafía rápida de estos versos,

pórtico partido hacia lo Imposible.

Pero por lo menos me consagro a mí mismo un

    desprecio sin lágrimas,

noble, al menos, en el gesto amplio con que tiro

la ropa sucia que soy, sin un papel, para el transcurrir

    de las cosas,

y me quedo en casa sin camisa.

 

(Tú, que consuelas, que no existes y por eso consuelas,

o diosa griega, concebida como una estatua que

    estuviese viva,

o patricia romana, imposiblemente noble y nefasta,

o princesa de trovadores, gentilísima y disimulada,

o marquesa del siglo dieciocho, descotada y lejana,

o meretriz célebre de los tiempos de nuestros padres,

o no sé qué moderno -no me imagino bien qué-,

todo esto, sea lo que sea, lo que seas, ¡si puede inspirar,

    que inspire!

Mi corazón es un cubo vaciado.

Como invocan espíritus los que invocan espíritus, me

    invoco

a mí mismo y no encuentro nada.

Me acerco a la ventana y veo la calle con absoluta claridad,

veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan,

veo a los entes vivos vestidos que se cruzan,

veo a los perros que también existen,

y todo esto me pesa como una condena al destierro,

y todo esto es extranjero, como todo.)

 

He vivido, estudiado, amado, y hasta creído,

y hoy no hay un mendigo al que no envidie sólo por no

    ser yo.

Miro los andrajos de cada uno y las llagas y la mentira,

y pienso: puede que nunca hayas vivido, ni estudiado, ni

    amado ni creído

(porque es posible crear la realidad de todo eso sin

    hacer nada de eso);

puede que hayas existido tan sólo, como un lagarto al

    que cortan el rabo

y que es un rabo, más acá del lagarto, removidamente.

 

He hecho de mí lo que no sabía,

y lo que podía hacer de mí no lo he hecho.

El dominó que me puse estaba equivocado.

Me conocieron enseguida como quien no era y no lo

    desmentí, y me perdí.

Cuando quise quitarme el antifaz,

lo tenía pegado a la cara.

Cuando me lo quité y me miré en el espejo,

ya había envejecido.

Estaba borracho, no sabía llevar el dominó que no me

    había quitado.

Tiré el antifaz y me dormí en el vestuario

como un perro tolerado por la gerencia

por ser inofensivo

y voy a escribir esta historia para demostrar que soy

    sublime.

 

Esencia musical de mis versos inútiles,

ojalá pudiera encontrarme como algo que hubiese hecho,

y no me quedase siempre enfrente de la tabaquería de

    enfrente,

pisoteando la conciencia de estar existiendo

como una alfombra en la que tropieza un borracho

o una estera que robaron los gitanos y no valía nada.

 

Pero el propietario de la tabaquería ha asomado por la

   puerta y se ha quedado a la puerta.

Le miro con incomodidad en la cabeza apenas vuelta,

y con la incomodidad del alma que está comprendiendo

    mal.

Morirá él y moriré yo.

Él dejará la muestra y yo dejaré versos.

en determinado momento morirá también la muestra, y

    los versos también.

Después de ese momento, morirá la calle donde estuvo

    la muestra,

y la lengua en que fueron escritos los versos,

morirá después el planeta girador en que sucedió todo

    esto.

En otros satélites de otros sistemas cualesquiera algo así

    como gente

continuará haciendo cosas semejantes a versos y

    viviendo debajo de cosas semejantes a muestras,

siempre una cosa enfrente de la otra,

siempre una cosa tan inútil como la otra,

siempre lo imposible tan estúpido como lo real,

siempre el misterio del fondo tan verdadero como el

    sueño del misterio de la superficie,

siempre esto o siempre otra cosa o ni una cosa ni la otra.

 

Pero un hombre ha entrado en la tabaquería (¿a

    comprar tabaco?),

y la realidad plausible cae de repente encima de mí.

Me incorporo a medias con energía, convencido,

    humano,

y voy a tratar de escribir estos versos en los que digo

    lo contrario.

enciendo un cigarrillo al pensar en escribirlos

y saboreo en el cigarrillo la liberación de todos los

    pensamientos.

Sigo al humo como a una ruta propia,

y disfruto, en un momento sensitivo y competente,

la liberación de todas las especulaciones

y la conciencia de que la metafísica es una consecuencia

    de encontrarse indispuesto.

 

Después me echo para atrás en la silla

y continúo fumando.

Mientras me lo conceda el destino seguiré fumando.

(Si me casase con la hija de mi lavandera

a lo mejor sería feliz.)

Visto lo cual, me levanto de la silla. Me voy a la ventana.

 

El hombre ha salido de la tabaquería (¿metiéndose el

   cambio en el bolsillo de los pantalones?).

Ah, le conozco: es el Esteves sin metafísica.

(el propietario de la tabaquería ha llegado a la puerta.)

Como por una inspiración divina, Esteves se ha vuelto y

    me ha visto.

Me ha dicho adiós con la mano, le he gritado  ¡Adiós,

    Esteves!, y el Universo

se me reconstruye sin ideales ni esperanza, y el propietario

    de la tabaquería se ha sonreído.